Entre los cuerpos que se disimulan, que se tuercen, se tragan la sombra. Buscan el borde de una montaña, y juegan a saltar sobre los pechos inflados de las palomas. Cumplen con los sueños de las madres, los deseos de las esposas y el sinsabor de una oficina. La misma computadora que se come tus horas, que te sorprende y te ataca con un protector de pantalla. Entonces uno vuelve a ser un cuerpo, mira un campo, verde de monotonía y sin moverse de su propio eje, y se sienta en una nube gris para que sus pies se estremezcan por las cosquillas del pasto. Por cuadras de portafolios que llevan hombres, entre boca de bancos, que te sacan las tarjetas y se comen los minutos de tu reloj, monigotes de traje, corbata, cascos de moto o pichones de pinchapapeles se sacuden la modorra del hábitos. La frente se quema bajo la decepción, la rutina de no ser lo que se quiera ser, de ser lo que otro ansiaba que seas, de tener que ser aquello que los demás esperan que vos seas.
Burlate de los prismáticos de madera, los cuatro reyes del mazo, y hasta el chino, que sale desde detrás de la caja registradora gritando. El agua hierve, apaga la pava, y no te sientas culpable por las hojas sin barrer. Es otoño, te lloran los ojos –sino quedan más partes por llorar, que sean ese par de puntos verdes, a los lados de tu nariz- y los pañuelos de papel están en la mesa del comedor, el escritorio de la computadora, tu mesa de luz. Los rollos no crecen en los árboles, la gente te mira de reojo y vos no contenes la tos. En la oficina, las charlas son cortas y monótonas, tus oídos siguen tapados y no se te pasa por la cabeza pensar en ese libro, en tu mochila. Todos hablan acerca de aquellos que quieren oír. Son parte de la rutina, no hay resfrío, ni ideas propias.
Entonces hay cuerpos en oficina-monigotes-pinchapapeles-cuatro reyes y otras treinta y seis cartas en la baraja-un campo verde-protector de pantalla-escritorio de la computadora.