Con
esa luna cargada de lluvia,
con
esas nubes que traen tormenta,
con
el recuerdo de las gotas tenues
que
caían y eran el preámbulo.
No
hay recuerdos que sirvan para otros,
no
hay lágrimas que los demás entiendan,
no
hay olvidos, pero si un mayor costumbrismo
y
se revive el pasado.
Me
hago llamar hijo,
preso
de angustias y de viejos abrazos,
de
una noche en vela y horrible
olor
del café que se paseaba por las tazas de todos.
la
sensación de asco y de adiós
cada
vez que se recorre
el
pasillo de una clínica.
El
sonido punzante y de hielo
al
funcionar el tanque de oxígeno.
La
sensación de derrota
por
esos últimos dos días
que
no entré a visitarlo.
Mi
odio por las sondas
y
el deseo de mantener una imagen,
-como
si una simple imagen
pudiese
dar muestras de cariño-.
Sin
la fuerza para mostrar el llanto,
sin
las ganas de soportar más pésames,
sin
la experiencia de la despedida, en mi atardecer de niño,
la
muerte le da un tono amarillento a los hombres.
Quince
años, y tal vez ya no sufro de la misma manera,
quince
años, y sigo recordando lo bueno y lo malo a diario,
quince
años, y su muerte vuelve en palabras y nudos en la garganta,
tanto
menos años como hijo que como poeta.
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